miércoles, 15 de abril de 2009

El relato de Arnold London (parte primera)

La ciudad se levanta en la línea del horizonte, envuelta en una tenue bruma grisácea, mezcla de polución, vapor de agua y pequeñas partículas de sal marina arrastradas por el viento. En su skyline, como dirían sus orgullosos habitantes, destacan los gigantescos edificios de la zona 0, el núcleo, el corazón de la ciudad, el cual bombea en intervalos de 8 horas, recursos humanos, materiales y económicos al resto de la urbe a través de sus grandes arterias, que se van ramificando y extendiendo su dominio hasta los lugares más alejados, incluyendo los arrabales y los barrios obreros de la periferia.


Lo cierto es que no me interesa un carajo esta ciudad, ¡Ni siquiera sé en qué maldito estado se encuentra!

Si os cuento todo esto es sólo porque, como todo buen narrador, trato de crear atmósfera, de contextualizar un poco esta historia que cierto día me conto un fulano, en un tugurio infecto, lleno de borrachos y pesadillas, de los que proliferan como hongos en esa ciudad que algunos bastardos hipócritas llamaron Metrópolis. Y lo cierto es que esta se parece bastante a la de la película que dirigió el tal Lang, ese alemán paranoico…

Porque si algo he aprendido, en este mundo de mierda, lleno de falsedad, traiciones y miseria es que hay dos clases de hombres; los que mandan y los que son mandados, y amigo mío, si eres de estos últimos, mas te vale estar alerta y dormir con un ojo entreabierto, o no durarás mucho.


Pero dejémonos de contextualizar, de soltar banalidades superfluas en aras de una mayor belleza descriptiva y vayamos al grano, al meollo, al quiz de la cuestión que nos atañe, que nos es otra que la caída en desgracia y desaparición de ese hombre, que digo hombre, superhombre, (aunque técnicamente no sea humano) al que sus amigos y vecinos conocían como Clark Kent. El puto hombre de acero…


Pues resulta que me encontraba yo por “casualidad” en Metrópolis, yo no soy de Metrópolis sino de la puñetera costa Oeste, pero debido a ciertas deudas que adquirí hace años con una gente nada recomendable (me refiero a deudas morales, o en este caso amorales) de la que no daré detalles, tuve que hacer un trabajito en la ciudad. Aun a costa de exponerme a ciertas represalias que por otra parte merezco, lo cierto es que ya poco me importa, os confesaré que me dedico la limpieza química. No es que vaya por ahí de ciudad en ciudad limpiando manteles y edredones con manchas difíciles, de esas de aceite, grasa de coche, o de jodida mermelada de mora que tanto odian las mamás americanas. No. Yo no me dedico a esa mierda.


En la jerga del sector, el término limpieza química quiere decir que hago desaparecer cadáveres, y que lo hago usando ciertas técnicas que emplean principalmente substancias químicas como el sulfúrico, clorhídrico y otros ácidos fuertes. El procedimiento es sencillo, recibo una llamada en la cual se me dice una dirección, en cualquier ciudad del país (nunca acepto trabajos en el extranjero), me presento allí dentro de las 24 horas siguientes a la llamada y hago la “limpieza”.


Pensaréis que este es un trabajo desagradable, y lo es, pero está bien pagado (seis mil por trabajo más dietas), y trato de desempeñarlo con profesionalidad y eficiencia. Y desde luego muchos dirían que lo consigo…

Pues bien, como os decía, me encontraba en Metrópolis. Acababa terminar una limpieza en la casa de un pobre diablo, un tipo mal encarado y canijo natural de Nogales, llamado Nick. Yo le conocía de un trabajo hacía unos años en el sur. Nick “dos pistolas”, solían llamarle, el hijo puta solo manejaba un 38mm, pero tenía una polla del tamaño de un puto cañón. Parece ser que el tal Nick no pudo resistir la tentación de robarle un par de miles de dólares a unos tipos con muy poco sentido del humor. Una jugada arriesgada.


Cuando llegué a su casa me encontré al bastardo sentado en una silla, atado de pies y manos. Su cabeza no estaba. Supongo que algún sicario chiflado se habría hecho con ella un llavero, o algo peor. Esas cosas pasan, os lo juro. En este negocio la gente puede ser sádica hasta extremos insospechados.

El caso es que el tipo era un retaco y además no tenía cabeza, así que el chollo me llevo menos tiempo del previsto. Cuando salí a la calle aun era noche cerrada, así que di un paseo respirando profundamente y estirando el cuello hacia arriba para librarme del olor penetrante de los químicos.


Me gusta pasear de noche ¿sabéis? Uno no tiene que aguantar gilipolleces de nadie. Los que están en la calle a esas horas nos suelen tener tiempo ni ganas de meter sus narices en los asuntos de los demás.

Así que allí estaba yo, paseando por un callejón apestoso, en la parte de atrás del piso del bueno de Nick “dos pistolas”, intentando librarme del olor de sus restos mezclados con ácido, cuando me encontré de frente con un cartel que rezaba, -Edie´s- en luz roja de puticlub, parpadeando en la oscuridad de la noche. Joder os aseguro que fue como un chispazo, como una descarga eléctrica en mi centro neurálgico, lo que me hizo atravesar aquella puerta.


Maldigo ese momento cada día, y lo haré durante los días que me queden en este sucio calabozo antes de mi ejecución. Yo sabía que nunca debes quedarte mucho tiempo en la zona donde has hecho un trabajo, lo ideal es largarte con viento fresco lo más lejos posible y no regresar a la ciudad durante un par de meses al menos. Coño, para algo existen las reglas, el puto código del limpiador. Yo me lo salté, y ahora he de pagar el peaje.

Cuando los vecinos avisaron de un olor extraño en el edificio, a la policía no le costó demasiado relacionar la desaparición de Nick, la bañera con restos de ácido en su casa y un tío de la costa oeste apestando a productos químicos en el bar de la esquina. Parece ser que una anciana inválida del piso de arriba creyó que olía a gas, si hubiese sabido que se trataba del cuerpo de su antipático vecino disolviéndose en la bañera ni se habría molestado en llamar, tal es la naturaleza de los buenos y cordiales habitantes de Metrópolis.


Pero todo eso ya no tiene solución, y por tanto no quiero perder un segundo más de vuestro tiempo recreándome en lo que pudo ser y no fue. El hecho es que entré en aquel tugurio ¡joder!


El sitio no era desde luego el Cotton Club, y el gordo seboso que estaba detrás del mostrador, aunque era negro, no era precisamente Luis Amstrong, y apostaría mis huevos a que no tenía ni puta idea de tocar la trompeta...




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El relato de Arnold London by Samuel Rubinos Álvarez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
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